Las obras de Jacqueline Haitin están hechas de movimientos de nunca acabar. Es como si cada cuadro suyo tuviera una fuerza interna que los impulsara a moverse sin parar. Sus cuadros parecen que bailan a su propio ritmo, dan la impresión de estar compuestos de olas marinas y de ráfagas de luz. Pareciera que los ríos y el viento, entre otros seres siempre alados, fueran atrapados en su propuesta, para que desde dentro siguieran vivos y andantes entre colores luminosos y figuras que adquieren un millón de formas distintas. Sus cuadros también son un homenaje a la libertad, a ese caminar sin ataduras, a esa fauna y flora que es de todos y no es de nadie. Por eso sus protagonistas son el cielo, el océano, las estrellas que hay arriba y abajo del mundo, los animales salvajes…
Así, sus obras son un acto lúdico. A veces es fácil distinguir esa flor o esas hojas que están allí para ser apreciadas en toda su magnitud y belleza. En otras, hay tal cantidad de ondulaciones que cabe el ejercicio de preguntarse qué es aquello que observamos y la respuesta es equivalente a la capacidad imaginativa de cada espectador. Todo, tanto sus impresiones en aluminio como las trabajadas desde el acrílico, está visto desde un cristal o quizás un lente o a lo mejor desde un microscopio inventado por la imaginación, las manos y la mirada de Haitin, que a diferencia de los microscopios ya conocidos, no solo hace grande lo pequeño sino que además hace chico lo inmenso.
Texto:
Daniel Domínguez Z.
Periodista cultural y docente universitario
Curador:
Leandro M. Ciciliani Conde
LOCATION: Jeronimo, Casco Viejo